marzo 12, 2018 por Ángeles Jurado
El Rastro se instalaba, bullicioso, en las mismas calles empinadas de siempre, atestado de gente y vida y abierto al sol como una flor sanguínea a la que descuartizaran las hormigas.
El caminante se internó en él, arrugando nerviosamente entre los dedos el papel donde alguien le garrapateó las señas de un puesto concreto, enroscado en una esquina bajo el puente y con un gato negro dibujado a cera en el escaparate. Le habían precisado que en sus estanterías polvorientas se ordenaban cirios y rosarios junto a botes de porcelana, loza y vidrio que encapsulaban ojos de hada, lenguas de basilisco, suspiros de salamandra y trenzas de ondina.
Llegaba arrastrando un cansancio milenario, sin aliento, desorientado, harto de misiones imposibles cuando su enemigo se cruzó con él a la altura de un diminuto bar de azulejos azules, repintados con serrín y aceite. Lo cierto es que no había desayunado esa mañana y bajó la guardia cuando le distrajo, apenas un segundo, su anuncio de suculentos morros de cerdo frito y cerveza barata.
El caminante apreció que su contrincante iba envuelto en un abrigo desmadejado de puro grande y descosido y pudo percibir su leve aroma sulfuroso y las escamas de dragón viejuno que latían casi imperceptiblemente bajo una malla plateada, sólo visible para él. Lamentó haber cedido a la tentación de abandonar el arma en el maletero de su desgastado utilitario y se sintió derrotado y mayor, al comprender que la poción de piel rallada de sirena ya bullía en un pequeño mortero, al fondo del bolsillo de su némesis.
Cambió de rumbo hacia el bar, se hizo hueco en la barra, se encaramó en un taburete apalancado junto a la cafetera y pidió un plato de caracoles en salsa picante y una caña bien fría. El caballero masculló para sí -o quizás gritó a quien quisiera escucharle- que ese día sería otro el que rescatara a la mujer de trenzas de ónice y ojos violeta, posiblemente la última princesa de aquel reino lejano.