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Previsora

Las observaba en el metro. Sus escotes frescos, sus piernas firmes, la piel tersa sin arrugas y las sedosas cabelleras sin canas. Por estar más cerca de él, examinaba  con sus ojos sus sonrisas resplandecientes y las nalgas que desafiaban a la gravedad y la grasa.

No se conformaba con mirarlas. Las seguía a sus paradas, estudiaba sus pasos y sus coordenadas. Luego les dejaba notas románticas y delicadas y ramos de glicinias, en los que escondía una sobria tarjeta con el número de teléfono de él.

Él merodeaba las páginas de contactos locales. Sabía que era cuestión de tiempo que él buscara otras mujeres más jóvenes y hermosas y prefería acelerar el golpe y preveerlo a verse abandonada por sorpresa.

No podía rimar la profundidad de mi mirada o buscar mis besos en la sobremesa. Le parecía banal describir la forma exacta de mis labios. Se limitada a tomar mi barbilla entre sus dedos y estudiarla. «Adoro tu configuración maxilar», me diría después, casi como un entomólogo que ha descubierto un nuevo tipo de mariposa.

where are you?

Supe de su infidelidad al abrir, accidentalmente, su cuenta de correo electrónico. A las 2 de la mañana, justo en el momento en que me dormí después de que hiciéramos el amor, se envió un mensaje a sí mismo. «Where are you?», rezaba, junto a un emoticón con aire desazonado y triste.

Jorge

El Rastro se instalaba, bullicioso, en las mismas calles empinadas de siempre, atestado de gente y vida y abierto al sol como una flor sanguínea a la que descuartizaran las hormigas.

El caminante se internó en él, arrugando nerviosamente entre los dedos el papel donde alguien le garrapateó las señas de un puesto concreto, enroscado en una esquina bajo el puente y con un gato negro dibujado a cera en el escaparate. Le habían precisado que en sus estanterías polvorientas se ordenaban cirios y rosarios junto a botes de porcelana, loza y vidrio que encapsulaban ojos de hada, lenguas de basilisco, suspiros de salamandra y trenzas de ondina.

Llegaba arrastrando un cansancio milenario, sin aliento, desorientado, harto de misiones imposibles cuando su enemigo se cruzó con él a la altura de un diminuto bar de azulejos azules, repintados con serrín y aceite. Lo cierto es que no había desayunado esa mañana y bajó la guardia cuando le distrajo, apenas un segundo, su anuncio de  suculentos morros de cerdo frito y cerveza barata.

El caminante apreció que su contrincante iba envuelto en un abrigo desmadejado de puro grande y descosido y pudo percibir su leve aroma sulfuroso y las escamas de dragón viejuno que latían casi imperceptiblemente bajo una malla plateada, sólo visible para él.  Lamentó haber cedido a la tentación de abandonar el arma en el maletero de su desgastado utilitario y se sintió derrotado y mayor, al comprender que la poción de piel rallada de sirena ya bullía en un pequeño mortero, al fondo del bolsillo de su némesis.

Cambió de rumbo hacia el bar, se hizo hueco en la barra, se encaramó en un taburete apalancado junto a la cafetera y pidió un plato de caracoles en salsa picante y una caña bien fría. El caballero masculló para sí -o quizás gritó a quien quisiera escucharle- que ese día sería otro el que rescatara a la mujer de trenzas de ónice y ojos violeta, posiblemente la última princesa de aquel reino lejano.

#8marzo

Hoy habría que dejar al chiquillo desnortado en la ruta al colegio, sin merienda ni deberes en la mochila, con las legañas enturbiándole la mirada. Cogerse el libro de turno (un Alexis Ravelo o un Antonio Lozano en mi caso) y encaminarse a la playa bajo el festivo solajero, con la toalla aninando en el hombro y la nariz brillante de protector solar. Pedirle al vecino de toalla que te vire las páginas y te enderece las gafas. Nadar hasta la Barra desnuda, saltar al otro lado en un revoltijo de olas y angelotes. Volverse a la toalla en un kimono pegado al cuerpo, tejido de rastros de sebas y gotas de agua salada y diamantina. Regalarse un masaje de arena caliente de las corvas a los deltoides, lentito y bueno, para vuelta y vuelta seguir desde los pezones a los veinte dedos.

Hoy habría que dejar que el mundo se cayera a pedazos alrededor de esa toalla: oficinas cerradas, supermercados tomados por hombres indecisos, cafeterías desarboladas, ni una voz de mujer en un medio. Habría que recordar que somos la mitad del planeta y sostenemos la mitad del cielo. Y que, si nos quitamos de enmedio, el cielo se nos derrumba encima y el planeta se para.

También habría que dar las gracias a los hombres que son compañeros verdaderos y que no nos tienen miedo, que dejan las flores para otro día, que nos aman enteritas y hoy se presentan en San Telmo a partirse el pecho a gritos a nuestra vera, empaquetados en su amor incondicional y una sonrisa.

Senegal

Los mosquitos le escarificaron el cuerpo, convirtiéndolo en un mapa vivo plagado de depresiones y cordilleras. Sin embargo, no pudieron borrarle la canción de Fatou del corazón.

#BookLoversDay

La perdí en algún punto entre la isla del tesoro y la Tierra Media. Juraría que se me zafó entre las flores del jardín de Manderley. O quizás en el regazo de Gloria Fuertes.

Ramero

Los ojos se le achicaron, hasta quedarse del tamaño de las diminutas perlitas que adornan las sortijas de los gnomos. Para compensar, el cielo de la boca se elevó y envalentonado, quiso dar cabida a todas las cervezas de Agaete.

Lata

No me abandona

esa vocación de convertirme en lunar que te señale el centro del alma.

Ye

«Tú, desnuda, ganas mucho», sentenció, pensativo, mirándome a través de su gintonic. Viré la cara para no espetarle que intentaba olvidar, desde que teníamos cinco años, cómo nuestras madres nos dejaban bañarnos en cueros en la misma piscina de plástico.

Word N Sound Live Literature Movement

...in #WordNSound we trust...

La clase de Eli

Blog de la Escuela Infantil Maphalda

Tierras Bajas

Reportes de las llanuras sudamericanas